Cuando se alejaban, algo en su interior se desvanecía. Cada reencuentro era como volver a conocerse. Trataba de evocar las partes de su fisionomía que la ayudaran a reconocerle. Lo miraba fijamente, tomándose el tiempo necesario para ir más allá de sus pupilas, viajando a su interior. Se esforzaba por rememorar su olor, por tocar cada milímetro de su piel, como explorando por primera vez su cuerpo, porque para ella, siempre era la primera.
Tras aquel viaje, nada había cambiado. La encontró de pie, serena, con su piel dorada como las arenas de África, envuelta en un vestido tan largo como sus piernas, pero tan lejos de allí como lo había estado él hasta ese momento.
Como siempre, él respetaba este rito. Le daba su tiempo para explorarlo, tocarlo suavemente con la punta de sus dedos. Con el revés de su mano pasaba por cada rincón, como tratando de buscarle entre los pliegues el alma. Y por fin lo reconocía. Cuando su nariz tocaba su abdomen, él sabía que ya lo había encontrado y podían abrazarse para compartir su amor.
El placer está en dejarse reconocer también.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato.
Un abrazo
Da pie a mucha imaginación lo que no cuentas.
ResponderEliminarEs muy bonito
Abrazos
Si, sentirse reconocido/a y buscar entre los seres hasta encontrar a quien buscas. Un abrazo bicefalepena.
ResponderEliminarAnita, encima tu fuerte es la imaginación, ya me contaras que te sugiere, mmmm. Besitos!!!